Iglesia Cristiana Evangélica en Munro

Conociendo a Dios

“Gustad, y vez que es bueno Jehová; dichoso el hombre que confía en él” (Sal. 34:8).
Conocer a Dios es la mayor necesidad para el hombre. En ese conocimiento se alcanza la vida eterna, como dijo Jesús: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado” (Jn. 17:3). Conocer a Dios no es asunto intelectual, ya que no se trata de saber de Él, sino de conocerle. Tampoco es cuestión religiosa, porque algunos afirman conocer a Dios, pero nunca fueron conocidos por Él (Mt.7 :22). Conocer a Dios es tener una relación íntima con Él, en una entrega incondicional por medio de la fe, aceptando la invitación que Él mismo hace. Su promesa es firme para el creyente: “Les daré corazón para que me conozcan” (Jer. 24:7). El conocimiento íntimo y personal nos permite gustar quien es Dios y que hace por nosotros. El apóstol Pedro escribe sobre esa bendición cuando dice: “si es que habéis gustado la benignidad del Señor” (1 P. 2:3). Eso no es otra cosa que experimentar Su gracia hacia nosotros. Dios la ha manifestado al enviar a Jesucristo para que nos alcanzase en nuestra condición perdida y sin esperanza. Él vino para “buscar y salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). Cuando nosotros no le buscábamos, Él nos buscó a nosotros. Esa benignidad que debemos gustar, nos ha hecho Sus hijos, adoptándonos en Cristo (Jn. 1:12). Nada más grande que saber que el infinito, eterno, omnipotente y soberano Dios es nuestro Padre personal. Como tal, siempre tiene cuidado de nosotros. Su amor nos rodea, Su poder nos sostiene, Su paz nos inunda. En cada momento del camino podemos gustar Su benignidad. De forma especial en los momentos de pruebas y tristezas, cuando el valle de sombra de muerte nos atemoriza, la gloria de Su presencia disipa las nubes inquietantes, ya que la sombra protectora de Su gracia elimina las que nos atemorizan de modo que “el que mora al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del omnipotente” (Sal. 91:1). En las preguntas sin respuesta, cuando nuestra alma angustiada por alguna dificultad extrema no encuentra la razón para el problema, encontramos amparo en la benignidad de nuestro Dios, que nos alienta al hacernos notar que Su pensamiento es más excelso que el nuestro y Sus caminos más altos, por eso no tenemos respuesta humana para Su permisión divina (Is. 55:8-9), mientras nos dice: “no temas, Yo estoy contigo, no te dejaré ni te desampararé”. Cuando gustamos la benignidad del Señor, podemos ver, esto es, apreciar que Él es bueno. Ciertamente esta es la  verdad más grande en nuestra vida. Ha hecho provisión constante en Su gracia, para cada momento, y seguirá haciéndolo hasta que estemos con Él en Su gloria. Nada más grande que esto. Por eso puedo sentir que soy dichoso en la intimidad de mi alma. Ahora dejo caer todo lo que es terrenal y frágil, para descansar en Su bondad infinita. En la eternidad veré, con la clara dimensión del conocimiento perfecto, que todo cuanto hizo ha sido bueno. Y si algo no comprendo y la aflicción llena de lágrimas mis horas, puedo gustar y ver que Dios es fiel y digo: “Dichoso el hombre que confía en Él”.